Había una vez, un niño laborioso y bueno de nombre Iker. Junto a su padre, el pequeño Iker despertaba cada mañana con los primeros rayos del Sol para regar las flores del jardín y escoger las rosas más hermosas y esbeltas. Cuando completaba una buena cantidad de rosas, las entregaba a su padre y quedaba despidiéndole mientras éste se marchaba a la ciudad para venderlas o cambiarlas por pan fresco.
Cierto día, Iker despidió a su padre como de costumbre con la esperanza de verle regresar al caer la tarde. Pero esto nunca sucedió, y el niño pasó la noche sollozando y pensando en las barbaridades que podía haberle ocurrido a su padre. A la mañana siguiente, decidió salir a buscarlo, pero antes cogió un jolongo pequeño y lo llenó con una vieja soguilla y un tarro de mermelada de calabaza blanca.
Tras abandonar su casita, anduvo caminando el pequeño Iker por largo rato hasta topar con un viejo cuervo que le miraba desde lo alto de un árbol.
– ¿A dónde vas tan solo y desalmado, muchacho? – preguntó el ave acurrucado en las ramas.
– Estoy buscando a mi padre que partió desde ayer a vender rosas y aún no ha regresado a casa. ¿Le habrás visto por casualidad?
– Pues sí que le he visto. Andaba de regreso cuando se extravió en el bosque maldito.
– ¡Pobre! Iré a buscarlo en este instante – exclamó Iker desesperado.
– No deberías, muchacho – graznó agitando sus alas el cuervo – En el bosque habitan tres ogros espantosos y feroces que devoran a los niños. ¡Jamás saldrás con vida de ese lugar!
Pero el niño no hizo caso a las advertencias del cuervo, y se adentró rápidamente en las fauces del bosque. “¡Papá!”, “¡Papá!”, gritaba con toda la fuerza de su pecho, mientras caminaba de prisa entre los árboles. Al llegar a un claro del bosque, decidió sentarse a descansar, y en ese preciso instante le sorprendió una horrible bestia por la espalda.
– ¡Tú! ¡Niño! ¿No sabes que este bosque está maldito? – vociferó la bestia con una voz aguda y tenebrosa.
– Si está maldito como dices ¿Qué haces tú por aquí? – preguntó el pequeño Iker.
– Soy un ogro, el más pequeño de mis hermanos. Vivimos aquí en el bosque y devoramos a todo el que se atreva a llegar a este lugar.
– Pues yo estoy en busca de mi padre ¿Le habrás visto de casualidad?
El ogro, al notar que el niño no se asustaba con su presencia, quiso tragárselo de un instante, pero en cambio, decidió someterlo a una prueba que le sería imposible de realizar.
– Niño. Antes de decirte dónde está tu padre, deberás hacer algo por mí.
– Dígame usted, señor ogro – respondió Iker fríamente.
– ¿Ves ese hoyo de allí junto a las rocas? – dijo el ogro frotándose las manos con malicia – Es un pasadizo que conduce a las profundidades del infierno, donde crecen unas flores de fuego que queman con solo tocarlas y dejan ciego a todo infeliz que las mire fijamente. Tráeme una de esas y te diré dónde está tu padre.
Iker se dio cuenta que el ogro le había tendido una trampa y que jamás lograría salir con vida de un lugar tan terrible como el infierno, así que sacó la vieja soguilla de su jolongo, y sin que el ogro le viera, la ató al tronco de un árbol en uno de sus extremos y se enroscó el otro a su cintura. Luego recogió un puñado de larvas de luciérnagas y un enorme girasol, y se lanzó por el hoyo mientras el ogro se reía con estruendosas carcajadas.
Desde el interior del hoyo, Iker esperó a la caída de la tarde, pues sabía que los girasoles son flores que se cierran en la noche. De esa manera, tan pronto la planta comenzó a encoger sus pétalos al centro, el niño colocó las larvas de luciérnagas en su interior y subió a toda prisa por la soga hasta la superficie.
– ¡Aquí tienes tu flor, ogro! – gritó animado el pequeño Iker mientras mostraba una flor fosforescente que iluminaba la cara sorprendida del ogro.
– ¡Imposible! – balbuceó la bestia – ¿Cómo lo has conseguido?
– Ha sido muy fácil. Pero ahora debes decirme dónde está mi padre.
– Te lo diré niño. De seguro te lo diré. Mi hermano mayor ha decidido llevárselo para cocinarlo en su fiesta de cumpleaños dentro dos días. Debes apresurarte.
Pensando lo peor, Iker continuó avanzando por los tenebrosos parajes del bosque hasta quedarse completamente dormido, y sólo se despertó con un rugido terrible que retumbaba en su oído. Al abrir los ojos, descubrió otro ogro frente a él, uno gordo y de aspecto repugnante que acariciaba su enorme panza.
– ¡Mmm! – pronunció saboreándose los labios mientras miraba a Iker de arriba abajo – Esta noche me comeré un niño entero.
– No creo que puedas comer tanto – alcanzó a decir el pequeño poniéndose de pie al instante.
– ¿Cómo dices, atrevido? ¡Nadie come tanto como yo! – gritó el ogro furioso.
– Pues sí que te lo demostraré. ¿Has visto que a la Luna le falta un pedazo? – señaló Iker apuntando a la medialuna del cielo – Pues me lo he comido yo.
– ¡Charlatán! – chilló la bestia abriendo los ojos enormes – Te comeré por mentiroso.
– Antes permítame demostrárselo, señor ogro. Veámonos mañana en este mismo lugar, y podrá comprobar que me habré comido el resto de la Luna.
– Estupendo, y si no cumples te tragaré de un bocado – sentenció el ogro.
El valiente niño no se desesperó. Como buen conocedor de las fases de la Luna, sabía perfectamente que tras el cuarto menguante, llegaría la Luna Nueva al próximo día, y el astro no se vería en todo el cielo. Entonces, y justo como habían acordado, quedaron aquella noche Iker y el ogro. Minutos antes, el niño había cubierto su boca y sus cachetes con la mermelada de calabaza blanca que llevaba en el jolongo.
– Ya estás aquí niñato, prepárate a rellenar mi panza con tu carne suculenta.
– Un momento, bestia – protestó Iker alzando sus brazos al cielo – ¿No has visto acaso que no hay Luna en el cielo? Mira, si hasta me he dejado las sobras por toda la cara y, ¿La verdad? Ha estado tan deliciosa que no pude guardarte nada.
– ¡No lo puedo creer! ¡Qué estómago tienes, diablillo!
– Pues para que vea, me he quedado con hambre aún, y se me ha antojado un ogro gordinflón así como tú. Así que, si no quieres que te devore yo a ti, dime dónde está mi padre, y dímelo en este instante.
– ¡No, por favor! Yo te lo digo, de seguro te lo digo. Mi hermano se lo ha llevado para celebrar mañana su fiesta de cumpleaños. Apresúrate.
Sin perder un segundo, Iker anduvo toda la noche en el camino indicado por el ogro. De tanto andar y andar, el cansancio se apoderó de su cuerpo, y quedó atrapado en un profundo sueño. Con los primero rayos del Sol fulgurando en su rostro, el niño despertó lentamente hasta lograr ver dos piernas enormes y verdes ante sus ojos. Alzando la vista, llegó a contemplar frente a él al tercero de los ogros, el más descomunal y horripilante de todos.
– ¡Vaya, vaya! – dijo la bestia con una voz espantosa – ¿Pero qué tenemos aquí?
– Por favor, señor ogro, devuélvame a mi padre – rogó el niño.
– Lo he puesto en una caldera a fuego lento, y sólo si logras vencerme en una carrera podrás llegar a tiempo para salvarlo. Pero nadie es tan veloz como yo.
En efecto, una carrera con aquel ogro enorme y robusto era imposible de ganar. Así que el pequeño Iker, utilizó su astucia para poder derrotar al ogro y tras pensarlo rápidamente, le dijo:
– Pues, sepa usted señor ogro, que no pienso competir con alguien al que le pueden ganar fácilmente.
– ¿Qué disparates dices, niño? Soy el más ágil de este bosque. ¿A quién conoces tú que se atreva a enfrentarme?
– Pues a ese de ahí – respondió Iker señalando la propia sombra del ogro – Apuesto a que no logras alcanzarle ni medio pelo.
– ¡Hecho! Y tan pronto le gane, te lanzaré a ti a la olla caliente junto a tu padre.
Dicho aquello, el ogro se lanzó a toda velocidad. Pero Iker sabía que en las primeras horas de la mañana, el sol nos da una sombra estirada e inclinada, por lo que el ogro nunca lograría sobrepasar su propia silueta. Cada vez más enfurecido, la bestia apretaba el paso, y todo el bosque retumbaba con sus zancadas. Enceguecido de ira, el ogro no notó que el camino terminaba en un abismal desfiladero, y cuando vino a darse cuenta, ya era demasiado tarde. Su monstruoso cuerpo se lanzó al vacío, dejando un alarido de dolor hasta apagarse en la lejanía.
Liberado del peligro, Iker corrió a casa del ogro para socorrer a su padre, quien ya se encontraba a punto de ser cocinado. Luego de apagar el fuego, ayudó al pobre hombre a salir de la olla y quedaron por un momento atrapados en un emocionante abrazo. Finalmente, partieron apresurados a casa, sanos y salvos, y más nunca volvieron al terrible bosque.
César Manuel Cuervo
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